Redescubriendo los placeres de la autocomplacencia

No recuerdo cual fue la última vez en

que decidí auto complacerme, pero ya hacía años. Ya en mi época de

casada y luego con la llegada al mundo de mis hijos, perdí por completo

esa conducta tan íntima y personal.

Con las responsabilidades tanto

profesionales como familiares, acompañado de las relaciones sexuales de

dos casados enamorados, me hicieron abandonar este tipo de prácticas.

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Ahora, pasado un tiempo largo, parece

ser que mis circunstancias han cambiado y de nuevo ha vuelto a rondar

por mi cabeza, no sé por qué ni como, la autosatisfacción.

Me llamo Mónica y soy delgada aunque con

algunas curvas y bastante alta. Tengo el pelo largo, a la altura un

poco más que los hombros y castaño. Voy a cumplir 48 años a finales de

mayo y llevo desde los 29 casada con David, mi marido, con el que tuve

un hijo y dos hijas. El mayor tiene 18 y está en la universidad y las

dos pequeñas de 16 y 15, en el instituto.

Yo he trabajado siempre en salones de

belleza, lo que se conoce como estaticen, y mi marido es comercial de

una empresa alimenticia, además de que desde 2004 había creado una

inmobiliaria con otros socios. Por mi parte, en los años de dificultad

económica me despidieron del centro de belleza en el que llevaba

trabajando unos cuantos años, pero la verdad es que no nos afectó en

gran medida porque a mi marido le ascendieron en la empresa alimenticia y

en la inmobiliaria ganó bastante dinero antes de la burbuja

inmobiliaria. Ahora creo que venden mayormente viviendas que tienen los

bancos.

Yo por mi parte, al no hacernos falta

dinero, mi labor ha sido la de ama de casa. La verdad es que mi marido

trabaja mucho, tanto que parece que con el tiempo dedica cada vez menos

tiempo a su familia, y en lo que respecta al sexo, la verdad es que ha

bajado la frecuencia con con respecto a los primeros años. Antes incluso

había semanas que lo hacíamos todos los días, luego pasamos a hacerlo

un par de veces a la semana que terminaron por ser los fines de semana.

Ahora, en los últimos meses, solo algunos sábados y poco más.

El alega que el trabajo le consume y que

cuando llega a casa ya no tiene ganas de hacer nada y la verdad es que

tiene razón, siempre está con el trabajo para arriba, trabajo para

abajo, que si suena el móvil cada dos por tres etc. Yo se lo agradezco

enormemente pero de esta forma no disfruta de la familia.

Yo no es que sea una viciosa del sexo,

pero de vez en cuando pues si he tenido necesidades sexuales y he

disfrutado bastante con ello. Quizá ahora esa necesidad que David no me

la cubría, la necesitaba satisfacer por mis propios medios. Además,

pienso que como siga la cosa así, terminaremos sin tener vida sexual.

De pequeña, recuerdo que con 16 o 17, me

encerraba algunas veces en mi cuarto y descubría mi cuerpo, tocándome,

acariciándome… aprovechando las duchas o en el baño para quedarme un

rato a solas y disfrutar de mí misma.

Ahora volvían a mi mente todos esos recuerdos de mi adolescencia, coincidiendo con éste periodo de mi vida.

Recuerdo un miércoles que regresé de

comprar del supermercado y decidí ducharme antes de hacer la cena. Ese

día llevaba unas bragas tan ajustadas que al roce con mi zona íntima,

hizo que mi excitación por la tarde fuese más alto de lo normal.

Recuerdo que llevaba más de dos semanas sin sexo por lo menos.

Me saqué el suéter y me bajé los

vaqueros. En ese momento me percaté de la humedad que se había originado

en mi entrepierna y se reflejaba en mis bragas con una manchita oscura

sobre la tela rosa.

Realmente estaba excitada y si hubiese

tenido a David cerca, le habría obligado a darme un buen repaso, pero no

estaba, llegaría tarde como siempre y sin ganas de hacer nada. Terminé

de quitarme la ropa interior y me metí en la ducha. Me fijé en mis

labios vaginales y estaban colorados, hinchados y muy sensibles al más

mínimo roce. Mi vello púbico también parecía humedecido. Siempre lo he

solido llevar recortado.

Primero me hice un moño en el pelo y

luego entré. Cuando el agua empezó a caer por mi cuerpo, éste se

estremeció por su frialdad y di un salto sobre el plato de ducha. Pero

ni el agua fría pudo con la calentura de mi cuerpo. Intenté en todo

momento evitar tocarme porque no era el momento. Mis hijas llegarían

pronto y yo todavía tenía que hacer la cena.

Comencé a mojar todo mi cuerpo desnudo

cuando el agua comenzó a llegar más templada y a continuación me

enjaboné con una esponja. Los pezones de mis pechos no podían estar más

puntiagudos y cuando la esponja los rozaba la sensación era

indescriptible. Todavía era mayor mi placer cuando la adentraba en mi

entrepierna y raspaba mi clítoris. Creo que estaba llegando a un punto

de no retorno y pese a mi postura inicial, iba a caer pronto en la

tentación.

Con toda la mampara ya empañada del vaho

del agua caliente, dirigí con más insistencia la alcachofa de la ducha

hacia mi entrepierna. Como me gustaba el impacto del agua caliente

chocando sobre mi coño, tanto que ya imaginaba mis dedos jugando con

ella.

Aproveché la mano libre que tenía,

después de haberme enjabonado con la esponja, para trazar varias

caricias alrededor de mi pecho y poco a poco, centrarme en mis tetas.

Uso una 95 de talla de sujetador y la verdad es que estoy orgullosa de

ellas y a mi marido le gustaban mucho, sobretodo cuando todavía nuestra

vida sexual era intensa. Acerqué mis dedos pulgar e índice a uno de mis

pezones y ufff… no podían estar más duros. Comencé a estrujármelo y a

juguetear con el derecho, al tiempo que cerraba los ojos y unos leves

jadeos aparecían por mi boca entreabierta. Manoseé mi otro pezón y

también estaba muy duro y sensible.

Sin darme cuenta ya me había duchado,

así que cerré el grifo y coloqué la alcachofa sobre su soporte, no

porque no quisiese seguir jugando, sino porque quería tener las dos

manos libres. Quería tocarme los pechos a la vez, como antes me los

tocaba mi marido y luego me los chupaba con mucha dulzura. En otras

ocasiones hubiera abandonado la ducha y me hubiera puesto a hacer la

cena, pero en aquella situación, no pensaba salir sin desfogarme.

Apoyé mi espalda sobre la pared y

capturé con las manos bien abiertas mis tetas. Las seguí acariciando con

mucha lujuria, al mismo tiempo que mis jadeos se acrecentaban y el

deseo me poseía completamente. Los apretaba y los estrujaba cada vez más

fuerte como si con ello consiguiera aumentar mi excitación. Y en

realidad lo conseguía. Estaba tan caliente que hasta empezaba a sudar.

Ya no podía más. Desplacé mi mano hacia

abajo y pronto me encontré con mi vello púbico y los labios bien

mojados. Ahora con una sola mano apretaba mis senos y con la otra,

acariciaba mis caderas.

Me dejé caer hasta que me senté en el

suelo de la ducha y abrí mis piernas lo máximo posible, apoyando mis

pies sobre los dos extremos diagonales debido a su escasa dimensión del

plato.

Mmmm, como excitaba verme espatarrada y

sedienta de sexo. Incliné mi cabeza hacia atrás, de tal manera que mi

cabeza quedó apoyada en la pared a través de moño. Proseguí desplegando

las yemas de los dedos sobre mi zona boscosa y a ejercer una leve

presión acompañada de movimientos circulares. Por momentos estaba

alcanzando una fogosidad como hacía tiempo que no había sobrepasado.

El clítoris también me pedía una

atención especial. Lo tenía muy caliente y desarrollado, tanto que en

apenas unas caricias mi cuerpo comenzó a temblar de gusto. Jugueteé con

él de la misma forma que lo había hecho con cada uno de mis pezones, lo

apretaba, lo doblaba, lo estrujaba y todo lo que hiciera falta para

sentirme como una reina fogosa. En ese momento ya mi coño solo me

suplicaba ser penetrada cuanto antes.

Adentré con mi dedo índice los labios

mayores y muy deprisa también los menores, para inmediatamente colarse

en mi agujero, bastante dilatado ya a esas alturas. El dedo corazón

también se unió  la fiesta y entró con gran facilidad. Tras los

iniciales movimientos de mete y saca, comenzaron a venirme las primeras

convulsiones y los jadeos se acrecentaban aunque intentaba controlarme.

Tampoco perdía ocasión de aprovechar acariciar entre mis paredes vaginales, entre fuertes movimientos de penetración.

Mi descontrol se hizo patente cuando los

gritos ya se escapaban de mi boca sin apenas poder hacer nada por

evitarlos, mientras que mi mano aceleraba el ritmo de tal manera que mis

dedos se mojaban cada vez más con mis flujos vaginales y las

convulsiones hacían ahogarme en mi propio placer.

De pronto uffff… Me vino una explosión

en el cuerpo difícilmente describible. Un todo asfixió mi ser. Ya no

recordaba lo que representaba ese todo. Por fin había llegado al clímax,

con todo mi cuerpo temblando como si me estuvieran electrocutando.

Disminuí los movimientos de mis dedos

como si se me estuvieran agotando las pilas y finalmente me detuve. Ya

casi sin fuerzas me vi allí en la ducha, toda espatarrada, sudada y

mojada por mis flujos.

Quise volver a ducharme, pero apenas

podía flexionar las rodillas. El orgasmo me había dejado de piedra. De

repente siento gritos provenientes de la casa.

-¿Mamá? ¿Mamá? ¿Dónde estás?

Quise contestar pero no me salía la voz, el placer me había dejado transpuesta.

-¿Mamá? ¿Mamá?- volví a escuchar.

-Eeeee… en el baño-alcancé a decir con una voz medio rota.

Tardé varios minutos más en recuperar la

respiración y alzarme hasta coger la alcachofa. Me volví a duchar y

salí enseguida con el albornoz puesto. Crucé el pasillo deprisa y me

metí en mi habitación. Enseguida abrió la puerta mi hija mayor

preguntando por la cena, a lo que le respondí que ya iba.

Allí sola, me quité el albornoz para

vestirme y pude notar toda mi zona vaginal colorada y algo mojada.

Parecía mentira pero seguía estando tanto o más caliente que antes. El

orgasmo no había calmado mi excitación. Pero en fin, me puse la ropa

interior, el pijama y salí escopetada a hacer la cena. Cuando llegué,

mis hijas ya estaban haciendo de las suyas por la cocina y yo me puse

manos a la obra. Se podría decir que me convertía de nuevo en ama de

casa.

Todo ello me dio por la noche vueltas en

la cabeza y lo recordaba agradablemente. Aquel comportamiento que salió

de mi cuerpo era más bien de una veinteañera y ahí estaba yo, con casi

48 años, abierta de patas, masturbándome como una loca y corriéndome de

gusto. Había sentido y experimentado sensaciones que había olvidado por

completo y que nunca me hubiera imaginado que las volvería a sentir.

También tenía claro que esta no iba a ser la última vez en que me

convertiría en una cuarentona caliente. Mis pensamientos poco a poco se

fueron difuminando y al rato quedé dormida. Ni escuché a mi marido

volver a casa, pero seguro que fue muy tarde, cansado y sin ganas de

hacer nada. En fin, todo sigue igual, ¿o no?

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