"Mujer, 43 años, funcionaria, casada, dos hijos, vive en un piso alquilado en Madrid y conduce un coche de gama media". Con palabras grises como éstas solemos juzgar a las personas que nos rodean. Con poco más. No sabemos si esa mujer ama a su pareja o si se emociona con el canto del ruiseñor en las noches de verano. Menos aún: si es capaz de tocar la soledad que alberga el alma de las personas o si sueña con un refugio invisible en lo alto de una montaña. Las palabras con las que medimos a las personas dibujan un perfil social y económico que las hunden en el anonimato de las estadísticas. Son datos que no cantan, no bailan, no sueñan, no ríen. No dicen, realmente, nada que importe. Entonces, ¿por qué juzgamos y etiquetamos a los vivos en base a datos que podrían describir a los muertos?
La evolución nos ha dotado de un cerebro para sentir y para pensar, un órgano asombroso que crea, ama y sueña. Pero somos imperfectos. Al cerebro humano le lastra el miedo.
Programado para sobrevivir, observa desde su caja negra los peligros que le acechan. Y a diferencia del cerebro de otros animales, escudriña y teme también aquello que posiblemente podría ocurrirle: la muerte de un ser querido o la mirada del jefe que tal vez esté barruntando despedirnos.
Atrincherado en su miedo a no sobrevivir, el cerebro nos tiende trampas para aliviar su soledad, para poblar de certezas su universo incierto y cambiante. A golpe de etiquetas dividimos el mundo en bueno o malo, es decir, en seguro e inseguro. Vivimos con la mirada del inconsciente fija en el código evolutivo heredado de los muertos: lejos de la manada, acecha la muerte. El desprecio de los otros nos aterra. Intentamos pertenecer al grupo, político, familiar o artístico, amparados al abrigo de las verdades de un ego colectivo que defiende un espacio seguro.
Ulteriormente, los humanos tienden naturalmente a la justicia social y a la empatía, pero éstas se inhiben si el entorno y el cerebro así se lo aconsejan. No somos malos, somos obedientes porque tenemos miedo, aunque esa contradicción entre lo sentido y lo vivido crea más soledad y dolor del que siempre quisimos evitar.
En ese espacio grupal seguro, renunciamos a nuestro ser transparente, único y vulnerable, rechazamos enfrentarnos a las emociones que producen miedo y ansiedad. Disimulamos y evitamos hablar del dolor que alberga el mundo, aunque los expertos alertan del incremento espectacular de los trastornos mentales, con su séquito de sufrimiento, suicidios, maltratos y abusos, incluso entre los más jóvenes.
¿Por qué no somos capaces de ayudar a nuestros hijos a encontrar su lugar en el mundo? ¿No es suficiente distraerles con el consumo masivo y adictivo de placeres? Alimentamos con esfuerzo y rigor su cociente intelectual. Pero apenas educamos en el conocimiento de uno mismo, en la capacidad de desaprender aquello que nos lastra, en la expresión pacífica de la ira, en la capacidad de sentir y de escuchar al otro, de convivir.
La creatividad y la inteligencia emocional se han convertido en nuestra sociedad en un don para unos pocos, en vez de una actitud vital para todos.
La conjunción de lo biológico con la revolución tecnológica augura un potencial insospechado al conocimiento. Reclamar el derecho a expresar de forma integral nuestro asombroso potencial intelectual, emocional y físico es uno de los grandes retos de este siglo, al que se enfrentan personas de ámbitos muy diversos. Sin distinciones inventadas, sin categorías infundadas y sin las etiquetas que nos roban del disfrute de la vida antes de la muerte.